Algunas personas parecen
condenadas a vivir encadenadas a un fracaso, una herida del pasado que nunca
deja de doler; amargados por injusticias de la vida, abandonos, frustraciones,
no haber podido hacer lo que querían, pérdidas de trabajo o de dinero, traiciones,
no logran perdonar ni perdonarse y siguen masticando su amargura toda la vida.
Como los define Martín Descalzo, “estatuas de sal que no logran vivir el
presente de tanto mirar hacia atrás”.
Otras también parecen
vivir encerrados en el pasado, pensando que “todo tiempo pasado fue mejor”, que
las cosas ya no son como antes y extrañan una época idealizada en su
imaginación. No les gusta el presente pero no son capaces de cambiarlo, por eso
dedican su energía a lamentarse y a suspirar por lo que ya fue. Sin embargo el
presente es en buena medida resultado del pasado que fuimos, o no, capaces de
construir.
El pasado es útil si nos
sirve para iluminar el presente y para alimentar el futuro; vale la pena pensar
en el pasado si no es una añoranza estéril sino un trampolín para el presente y
el futuro. Aquellas personas a las que el pasado las paraliza y consume, temen
al futuro, les intimida o aterroriza lo que no conocen y está por venir.